lunes, 28 de abril de 2008

"VOSOTROS SOIS LA LUZ DEL MUNDO"


Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.

Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 13-16)

Este fragmento que hemos escuchado forma parte del capítulo V del evangelio de san Mateo, y se encuentra a continuación de las bienaventuranzas, que nos describen una imagen, nos presentan un perfil de ser humano de elevada perfección.

Ya meditábamos ayer sobre cómo la sal sirve en la vida corriente para condimentar los alimentos. La sal da sabor, y también aporta vigor, fuerza, consistencia. La humanidad necesita y espera un vigor y un sabor para vivir. Esa aportación es precisamente la misión de los discípulos de Jesús y la podrán llevar a cabo si viven el estilo de las bienaventuranzas: mansedumbre, pobreza, misericordia, limpieza de corazón…

Hoy reflexionaremos sobre la luz. En el mundo material el sol es la luz. Sin esta luz no se distingue el color, ni se percibe la belleza de las cosas. El Santo Padre nos recuerda en su mensaje que cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora.

Esta imagen de la luz está muy presente en la Sagrada Escritura. Según el profeta Isaías, la luz de Israel y de todas las naciones será el Mesías. En el evangelio de san Juan (8,14), Jesús afirma de sí mismo que es la luz del mundo: Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida. Posteriormente, él mismo afirma de los discípulos: Vosotros sois la luz del mundo.

Es este un profundo misterio que san Pablo también recoge en la segunda carta a los Corintios (4,6): la luz de Dios brilla en la faz de Cristo y de ella se irradia al corazón de los apóstoles, y por los apóstoles al mundo. Como Cristo es la luz del Padre, los apóstoles son la luz de Cristo.

Vosotros sois la luz del mundo. Esta expresión contiene una significación profunda y un compromiso enorme. Vosotros sois “la luz” del mundo. No dice Jesús que somos “una luz”, una luz más entre otras muchas posibles, sino que somos “la luz”. Según nos explican los expertos en el lenguaje, cuando se pone el artículo determinado ante el predicado de una oración sustantiva, significa que el sujeto agota la capacidad de significación del mismo.

Ahora bien, el discípulo sólo puede ser luz en la medida que viva unido a Cristo-luz, en la medida que reciba de él la luz. Para vivir esa unión personal profunda, para avanzar en esa experiencia inefable, es decir, que no se puede explicar con palabras, para ir entendiendo – que no comprendiendo- cada vez más esa vida de Dios en nosotros, es condición indispensable experimentar un encuentro personal con Cristo.

El encuentro personal con Cristo, nos recuerda el Santo Padre en el mensaje para la Jornada:

- ilumina la vida con una nueva luz,

- nos conduce por el buen camino

- nos compromete a ser sus testigos

Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad.

La vida cristiana, la vida de unión con Cristo-luz, es una llamada a la santidad. Como la sal da sabor y la luz ilumina, así la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola reflejo de la gloria de Dios. La historia de la Iglesia está llena de santos que han vivido hasta las últimas consecuencias la unión con Cristo y su proyección luminosa. Hoy, aquí, ahora, resuena para nosotros la palabra de Jesús que nos llama, que nos ofrece la santidad: Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto. Cristo hoy llama a los jóvenes a ser los santos del tercer milenio.

Pero ¿qué es la santidad, cómo se alcanza? ¿Acaso, en definitiva, no es algo restringido a un pequeño club de selectos? No. Rotunda y contundentemente, no. La santidad no es un concepto vago y lejano ni tampoco una utopía inalcanzable reservada a unos pocos privilegiados. La santidad consiste en el desarrollo pleno de nuestra personalidad de hijos de Dios, de nuestra realidad de hijos de Dios. Es la culminación del dinamismo hacia la perfección que se imprime en nosotros en el Bautismo. Es una llamada universal, para todos. Es un don del Padre, que quiere conceder a todos sus hijos. Por nuestra parte será precisa una respuesta libre y gozosa, y también una colaboración decidida y generosa a este plan de Dios.

El Santo Padre nos llama a comprometer toda la existencia desde nuestra opción creyente. Es la hora de la misión. El sentido de la existencia de la luz es iluminar. Una luz que no ilumina no tendría sentido. Una luz que no ilumina ha dejado de ser luz. Los jóvenes han de ser centinelas de la mañana que anuncien la llegada del sol que es Cristo resucitado; la llegada de Cristo resucitado, luz y vida de toda la humanidad.

I. Alumbre así vuestra luz ante los hombres

Después de definir a los discípulos como luz del mundo, el Señor les hace una exhortación: Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Cuando las buenas obras, el amor, el perdón, la construcción de la paz…sean transparencia de una vida en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, los corazones y los ojos sinceros de nuestros contemporáneos reconocerán que Dios está con nosotros y en nosotros.

Es la hora de la misión. El Bautismo ha producido en nosotros una vida nueva que nos lleva a la santidad y a la misión. La Iglesia es esencialmente misionera. Todo cristiano está llamado a la santidad y a la misión. Cristo, no sólo nos ama, hasta dar la vida para salvarnos; no sólo nos salva, dando su vida en la cruz; nos invita también a ser colaboradores de su misión, colaboradores de su obra de salvación, y nos entronca en la Historia de la Salvación, que es historia de amor de Dios a la humanidad y a cada uno en particular. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca (Ju 15,16)

Es la hora de la misión. Profundicemos en esa misión que recibimos del Señor.

1. Del Cristo evangelizador a la Iglesia evangelizadora

Evocamos con un recuerdo gozoso y agradecido la Jornada Mundial de la Juventud de Roma de hace dos años, coincidiendo con el 2000 aniversario del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo en su preexistencia eterna es personalmente la palabra de Dios que procede del Padre, engendrado por el Padre según identidad de naturaleza. Por eso el Hijo de Dios, su palabra hecha carne, nos revela al Padre. El logos joánico es acontecimiento y es persona, una persona divina distinta realmente de la del Padre. El logos es el Verbo hecho carne, es la teofanía de Dios, copia perfecta del Padre, palabra eterna del mismo que nos lo revela.

La palabra de Cristo significa la cumbre de la palabra profética: él es profeta y más que profeta. Ningún profeta se identificó con la palabra misma de Dios, pero Cristo sí, pues él era esa misma palabra viva, hecha presencia humana.

La misión de Cristo es anunciar la Buena Nueva de la salvación y dar a los hombres la vida eterna mediante el conocimiento del Padre; a este conocimiento se llega mediante la fe en la persona y en la palabra del Hijo de Dios, Cristo Jesús.

Única misión original. Decimos que la Iglesia es misionera. Propiamente hablando no hay más que una misión: la de Cristo. Él es el primer misionero, el apóstol del Padre. Ahora bien, Él, después de que con su muerte y resurrección completó los misterios de nuestra salvación, antes de la Ascensión a los cielos, fundó su Iglesia y envió a los apóstoles al mundo entero, como también El había sido enviado por el Padre (Cf. AG 5). Como el Padre me envió, así os envío yo (Ju 20,21). Id al mundo entero y proclamad la buena nueva a toda criatura (Mc. 16,15). Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt. 28, 19-20). A partir de estas palabras, la Iglesia es misionera porque tiene la misión de Cristo, confirmada con la efusión del Espíritu en Pentecostés. Por eso podemos afirmar que la Iglesia es misionera por su naturaleza, porque toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre (Cf. AG 2)

Pascua de resurrección y Pentecostés son el comienzo de la misión de la Iglesia. La Iglesia realiza su misión mediante las tres grandes funciones apostólicas, que son las de Cristo mismo transmitidas a la Iglesia por él: su sacerdocio, su realeza y su profetismo. La predicación de la palabra, la celebración de los misterios y el servicio a la comunidad, revelan a la Iglesia ante los hombres como sacramento de salvación.

Del Cristo evangelizador a la Iglesia evangelizadora (Cf. EN. Cap. 1)

Cristo fue el primer evangelizador y el más grande. Su anuncio se centró ante todo en la proclamación del Reino de Dios y de la salvación liberadora a través de la predicación infatigable de una palabra nueva, revestida de autoridad, y de unos signos de salvación.

Quienes acogen la buena nueva constituyen una comunidad que además de ser evangelizada es a la vez evangelizadora. Quienes han recibido la buena nueva y están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla. La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa (EN 14). Con san Pablo no dejamos de repetir: Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara! (I Cor 9,16)

2. Qué es evangelizar

(Cf. EN. n. 6-36)

El 8 de diciembre de 1975, como consecuencia y fruto del Sínodo de los Obispos de 1974, vio la luz la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii Nuntiandi, uno de los documentos más significativos e iluminadores en el tema de la evangelización.

Nos basaremos en esta exhortación apostólica a la hora de definir la evangelización y delimitar sus contenidos. El primer capítulo parte de Jesucristo -primer evangelizador- que anuncia el Reino de Dios, cuyo núcleo y centro es una salvación liberadora. Él realiza esta evangelización a través de una infatigable predicación y de unos signos de salvación. La evangelización, es vocación propia de la Iglesia. Este capítulo, por tanto, parte de Cristo evangelizador y desemboca en la Iglesia evangelizadora, lo cual tiene una relación lógica ya que la Iglesia es inseparable de Cristo.

En el segundo capítulo, después de destacar algunos elementos importantes en la acción pastoral de la Iglesia como el anuncio de Cristo a quienes no le conocen, la predicación, la catequesis, la administración de sacramentos, elementos que se tiene tendencia a identificar con la evangelización, nos da una definición descriptiva de la misma: Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas". Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos ( EN 18).

En la proclamación de esta buena nueva, tiene un primer lugar el testimonio. Una vida personal y comunitaria ejemplares, que llamen la atención y que lleven a plantearse interrogantes a quienes la contemplan. Junto al testimonio, es preciso un anuncio claro y explícito a través de la palabra de vida. No hay evangelización completa y verdadera mientras no se anuncia el misterio de Jesucristo Dios y hombre, su persona, su reino, su doctrina.

Este anuncio no adquiere su dimensión integral hasta que no es asumido y produce adhesión del corazón. Una conversión del corazón que posibilita la adhesión al Reino y la entrada a formar parte de una comunidad, la Iglesia, en la que se participa de los sacramentos.

Quien ha sido evangelizado se convierte en evangelizador. Es impensable que alguien que ha acogido la palabra y se ha entregado con generosidad al Reino, no se convierta en un evangelizador que da testimonio de lo que cree y vive.

Respecto al contenido de la evangelización, distingue entre lo esencial y los elementos secundarios. En primer lugar, evangelizar es dar testimonio del Dios revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo. Este Dios, es Padre. El centro del mensaje consiste en la proclamación de que en Jesucristo se ofrece a todo hombre la salvación como don de gracia y misericordia de Dios. Una salvación que se realiza en la comunión con Dios que comienza en esta vida y culmina en la eternidad. La evangelización ha de anunciar también la esperanza en el más allá, el amor de Dios, el amor a Dios y al prójimo, el bien y el mal, la oración, la Iglesia y los sacramentos.

Un mensaje que afecta a toda la vida personal y comunitaria, familiar y social, internacional. Un mensaje de liberación. Un mensaje que exige una conversión de corazón en las personas concretas, para construir unas estructuras más justas y humanas.

La evangelización, por tanto, consiste en llevar la buena nueva a todos los ambientes, transformar la humanidad transformando al hombre. Su finalidad está en la conversión del hombre y de la humanidad. Transformar por y con la fuerza del evangelio la - podríamos llamar - circunstancia del hombre: criterios, valores, centros de interés, líneas de pensamiento, fuentes de inspiración, modelos de vida, en definitiva, la cultura del hombre.

3. Por qué la misión, por qué evangelizar

(Cf. AG 7; RM 1-11)

En el marco social en que vivimos actualmente, en el que están tan de moda los valores de la tolerancia, la convivencia, el respeto… hasta el punto de casi absolutizarlos, y teniendo en cuenta por otra parte determinados planteamientos teológicos, no faltan voces que cuestionan la validez de la misión entre los no cristianos en pleno siglo XXI y que postulan sustituirla por dos líneas de trabajo y de acción: por un lado, el diálogo interreligioso; y por otra parte, por la promoción del desarrollo humano en sus múltiples aspectos (Cf. RM 4). Huelga subrayar la importancia tanto del diálogo interreligioso como de la promoción del desarrollo humano, tan queridos y potenciados por la Iglesia, pero que no sustituyen la misión.

¿Cuáles son las razones de la misión?

a) La razón de la acción misionera es la voluntad de Dios. Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (I Tim 2,4-6). Es necesario que todos los hombres se conviertan a Cristo y por el bautismo sean incorporados a la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo(Cf. AG 7).

El ser humano, por lo tanto, no puede entrar en comunión plena con Dios si no es por Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. Esta mediación única y universal no es un obstáculo en el camino hacia Dios ya que es la vía establecida por Dios mismo. No se excluyen mediaciones parciales, que cobran significado y valor por la mediación de Cristo y no han de ser entendidas como paralelas o complementarias (CF. RM 5)

b) La razón de la acción misionera es el cumplimiento del mandato explícito de Cristo. Como el Padre me envió, así os envío yo (Ju 20,21). Id al mundo entero y proclamad la buena nueva a toda criatura (Mc 16,15). Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 19-20).

c) La razón de la acción misionera es el derecho y deber de la Iglesia de evangelizar. Aunque Dios, por vías que El sólo conoce, puede conducir a la fe a los hombres que ignoran sin culpa a la Iglesia, sin embargo, incumbe a ésta el deber de evangelizar: Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara! (I Cor 9,16). Es una necesidad y un derecho sagrado. Conserva íntegramente su fuerza y su necesidad.

d) La razón de la acción misionera es el amor a Dios y al prójimo. La acción misionera es una consecuencia de ese amor. Los miembros de la Iglesia son impulsados a continuar dicha actividad por la caridad, con la que aman a Dios y con la que anhelan participar, con todos los hombres, de los bienes espirituales, tanto de esta vida como de la venidera. A esta vida nueva de hijos de Dios han sido destinados y llamados todos los hombres.

e) La razón de la acción misionera es la glorificación plena de Dios. A la actividad misionera se debe el que Dios sea plenamente glorificado por la fe de los hombres, unidos en un solo cuerpo, en un solo pueblo (Cf. AG 7)

f) La razón de la acción misionera se encuentra en el dinamismo de la vida nueva en Cristo. Es una consecuencia de la vida nueva en Cristo y de su fuerza incontenible. Cristo nos ha alcanzado la salvación, una vida nueva llena de sentido y de amor que no se puede guardar egoístamente, sino que se ha de comunicar con el gozo de quien ha encontrado un tesoro. Pedro y Juan responden ante el Sanedrín a la prohibición que les hace de enseñar el nombre de Jesús: No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído (Act 4, 20). San Pablo, por su parte, dirá : Porque si evangelizo, no es para mi motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad .¡Ay de mí, si no evangelizara! (I Cor 9,16). Cárceles, palizas, prohibiciones, naufragios, penalidades…nada era capaz de detener la fuerza incontenible de la fe, esperanza y amor en aquellos testigos.

No pensemos que porque han transcurrido dos mil años, la tarea está realizada. Más bien estamos en los inicios, y queda mucho trabajo por hacer. La Carta Encíclica Redemptoris Missio, promulgada el 7 de diciembre de 1990, comienza afirmando que la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está todavía muy lejos de cumplirse. Al final del segundo milenio después de su venida, una mirada de conjunto a la humanidad demuestra que esta misión está empezando y que debemos comprometernos con todas las energías a su servicio... (RM 1)

No podemos ocultar la luz de Cristo en nosotros. Porque él nos envía, porque el mundo la necesita, porque en esa misión se refuerza nuestra fe. Ahí radica una finalidad interna en la acción misionera: la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! (RM 2).

La evangelización es el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el momento presente, en el cual está conociendo grandes conquistas técnicas y científicas, pero ha perdido el sentido de la vida y de las realidades últimas. Sólo desde Cristo podrá comprenderse a sí mismo y encontrar el sentido de la vida (Cf. RM 2).

4. Cómo evangelizar en el mundo actual: testimonio y anuncio explícito (palabra)

El evangelio de san Marcos acaba con el envío misionero, la Ascensión del Señor, y el comienzo de la actividad de los Apóstoles: Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos que los acompañaban (Mc 16, 20)

Por lo tanto, en la evangelización podemos distinguir como dos dimensiones: la palabra y la acción, la proclamación de palabra y el testimonio personal y también comunitario.

Anunciar el evangelio no es tarea que se pueda realizar de cualquier manera. No es pronunciar un comunicado, ni transmitir unas ideas de un modo frío o relatar unos acontecimientos que no afectan a la propia vida ni la comprometen. Anunciar el Evangelio es proclamar la salvación de Dios, que incide y penetra de tal manera que acaba transformando la historia personal y la historia de la humanidad.

No consiste en la comunicación de unos contenidos agradables a nivel humano o un buen suceso que produce cierta alegría en el oyente. Es proclamar la salvación de Dios en Cristo por el Espíritu, anunciar el Reino de Dios, una realidad tan revolucionaria, que hace nuevas todas las cosas. Cuando quien proclama esa Buena Nueva la experimenta en su vida, su palabra tiene un estilo concreto de fuerza, de alegría, de seguridad, de sinceridad, de esperanza,... Su palabra participa del fuego de toda palabra profética. Su palabra está al servicio de la Palabra, y es transparencia de la Palabra. En resumen y en definitiva, una palabra convencida y convincente.

El 'testimonio' es una categoría o concepto bíblico relacionado con el kerigma. Jesús encarga a los apóstoles predicar y dar testimonio (Cf. Act. 10,42). Los apóstoles aparecen en el libro de los Hechos como los testigos de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. El apóstol es un llamado por Jesús, testigo de su vida y misterio pascual y enviado a dar testimonio.

En la Teología Pastoral más reciente, al hablar de testimonio, no se circunscribe el contenido del concepto solamente al testimonio de palabra sino que también se refiere al testimonio de vida. Pablo VI destacará la importancia primordial del testimonio de vida en la Evangelii Nuntiandi llegando a afirmar que la Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio (n. 21). El testimonio de vida es una responsabilidad de todo bautizado, como miembro de la Iglesia, y de toda la Iglesia, como comunidad de bautizados.

Esto significa que con una coherencia cristiana en los pequeños y grandes actos que van configurando toda la vida, se da testimonio de Cristo Salvador. Porque se conoce la fe cristiana de la persona, o porque se acabará conociendo cuando ésta responda a los interrogantes que plantea con su actuación. De este modo, vemos que los testimonios de palabra y de vida se refieren, se explicitan y se completan mútuamente. Uno y otro han de darse con sencillez, naturalidad y coherencia. El testimonio de vida confirma y da un tono de autenticidad y credibilidad al testimonio de palabra. El testimonio de palabra arroja luz, fuerza y rotundidad al testimonio de vida.

¿Cómo llevar a cabo esas dos dimensiones?

En primer lugar, con el anuncio directo, explícito de la Buena Nueva.

- con todos los medios a nuestro alcance: kerigma, catequesis, homilía, teología, liturgia, medios de comunicación, literatura, juego, fiesta…

- en todos los ámbitos o areópagos modernos.

- con una actitud valiente y confiada. No tengáis miedo.

En segundo lugar con testimonio personal y comunitario.

- el testimonio de la comunidad creyente, individual y comunitario. Mirad cómo se aman.

- la audacia del creyente y su aguante en la prueba

- la opción por los pobres, signos de amor y liberación

- coherencia y autenticidad de vida. Vivir en la verdad.

II. Para que vean vuestras buenas obras.
¿Qué hemos de hacer?

Cristo nos llama a la santidad y a la misión. Nos comunica su luz para que nuestra vida sea transparencia de su amor y su verdad, para que alumbre ante los hombres y que estos vean nuestras buenas obras y den gloria a Dios. Nos envía para que demos un fruto abundante y duradero. Pero a menudo nos desconcertamos a causa de las dificultades o no sabemos cómo proceder ante los nuevos retos que se presentan, o nos da miedo un futuro que ni sabemos ni podemos controlar. A veces nos impresiona la grandeza del don de Dios, el compromiso de su llamada, nuestra propia fragilidad… Como aquellos discípulos que escucharon en Pentecostés la predicación de Pedro (Act 2, 37) nos preguntamos y preguntamos: “¿Qué hemos de hacer?”

Esta pregunta la recoge el Santo Padre en la Carta Apostólica Novo Millennio Inneunte con la que nos obsequió mientras se clausuraba el Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo. Nos invita al encuentro con Cristo y a la contemplación de su rostro.

Después de la contemplación pasamos a la acción, a la elaboración de un cierto programa. Pero no se trata de inventar algo nuevo, porque el programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria, y transformar con él la historia hasta su cumplimiento en la Jerusalén celestial.

El Santo Padre nos recuerda algunos elementos básicos en nuestro programa de testigos enviados en los inicios del nuevo milenio:

Vivir la unión con Cristo, que se alimenta fundamentalmente de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida eclesial, fuente del crecimiento en la comunión con Dios y con los hermanos. Unión con Cristo que se repara y acrecienta con el sacramento de la reconciliación, en que recibimos el abrazo amoroso del Padre que perdona, que siempre espera, que nos ayuda a superar los obstáculos de la vida de fe. Unión con Cristo a través de la oración, encuentro personal con Él, conciencia de la presencia personal amorosa y activa de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en nosotros. Unión con Cristo a la luz de la escucha de la Palabra de Dios, que ilumina, que interpela, que transforma.

Es este el programa de vida que estamos viviendo en esta Jornada Mundial de la Juventud. Este es el programa de vida que hemos de proyectar a lo largo de todo el año en nuestras iglesias locales.

Esa unión con Cristo va transformando la vida, va renovando las actitudes, va cambiando el corazón. Desde esa unión con Cristo escuchamos la llamada del Maestro a la santidad, a la perfección. Como llamada y como don. Se trata de no instalarse perpetuamente en la mediocridad de los “buenos” y de no bloquear ese dinamismo bautismal que nos lleva a la plenitud de nuestra realidad de hijos de Dios.

Pero ¿vale la pena intentarlo? ¿No será un ideal demasiado alto y difícil? Si dependiera de nosotros no es que sea difícil, es que es humanamente imposible. Pero no hay que temer. El Santo Padre nos recuerda que un principio esencial de la visión cristiana de la vida es la primacía de la gracia, que nos ayuda a superar la tentación de pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad. La experiencia de los apóstoles en el episodio de la pesca milagrosa es de haberse esforzado toda la noche y no haber pescado nada. Ese es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la gracia de Dios y sentir en toda su fuerza la palabra de Cristo que nos pide y que nos ofrece una vida de perfección, de santidad.(Cf. 38)

La unión con Cristo, la llamada a la santidad y a la misión, se han de traducir en una profunda vivencia de la comunión eclesial, una comunión imprescindible para ser creíbles en nuestra acción evangelizadora. Jesús pide al Padre, que todos sean uno como él y el Padre son uno para que el mundo crea (Cf. Ju 17, 21). El gran reto que tenemos en el nuevo milenio que comienza es hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. Espiritualidad de comunión significa sobre todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, cuya luz también ha de ser reconocida en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado.

III. Testimonios de “ser luz”

La luz no se impone, simplemente alumbra y despierta interrogantes.

Explicación de experiencias de diferentes personas sobre cómo ser luz en un barrio, en el trabajo de una entidad bancaria y en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

I. Conclusión

Nuestro Señor Jesucristo:

- Nos ha elegido, nos ama, nos llama por nuestro nombre

- Nos llama a la santidad

- Nos envía a dar fruto, un fruto que dure

- Está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo

- Aquí y ahora nos repite: ¡Duc in altum!


lunes, 21 de abril de 2008

¿Qué es la misa?


La Santa Misa es la celebración dentro de la cual se lleva a cabo el sacramento de la Eucaristía.

Su origen se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia, en donde los apóstoles y los primeros discípulos se reunían el primer día de la semana, recordando la Resurrección de Cristo, para estudiar las Escrituras y compartir el pan de la Eucaristía.


En la Misa nos reunimos para celebrar recordando y viviendo la Última Cena y el sacrificio de Jesús en la cruz. Nosotros debemos escuchar con atención lo que Dios nos quiere decir cada domingo en la Misa.

En ésta podemos participar en Jesucristo de la siguiente manera: podemos ofrecer a Dios nuestra vida, nuestras obras, pedir perdón por nuestros pecados y unimos a Jesús por medio de la Comunión.

En la Misa va a suceder un milagro
: Dios se va a hacer presente y se va a quedar con nosotros.

El nombre de “Misa” se debe a que al terminar la celebración, el sacerdote nos dice que vayamos a cumplir con la “misión” de ser testigos de Cristo ante los hombres.

¿Cómo debemos vivir la Misa?
En la Misa debemos poner atención durante las lecturas y la homilía; devoción y adoración durante la consagración; y disposición a cumplir la voluntad de Dios durante el Ofertorio y la comunión.


¿Qué posturas debemos tener en la Misa?
En la Misa tenemos tres posturas diferentes: sentados, de pie y de rodillas. Cuando estamos sentados estamos en actitud de escuchar con atención, como lo hacían los amigos de Jesús. Cuando estamos de pie estamos en actitud de estar listos y disponibles para la llamada de Dios. Cuando estamos de rodillas estamos en actitud de adoración a nuestro Dios y Salvador.

Cuando vivimos la Misa correctamente obtenemos varios frutos: Entendemos la palabra de Dios, crecemos en nuestra fe para reconocer a Jesús, nos llenamos de alegría y paz interior; tenemos a Jesús presente en n
uestra alma y las fuerzas necesarias para cumplir con nuestra misión.

La Misa es una cita con la persona que más amo y el que más me ama.

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Estructura

La misa, según la forma ordinaria del rito romano, se compone de cuatro partes: los ritos de entrada, la Liturgia de la palabra, la liturgia de la Eucaristía y los ritos de despedida. La estructura d

e la misa varía en función de los distintos ritos litúrgicos. Otros ritos litúrgicos tienen los mismos elementos ordenados de manera diferente. Por ejemplo, en el poco empleado rito Zaireño el Acto penitencial tiene lugar luego de las lecturas, y es obligatorio que el sacerdote celebrante dance en torno al altar.

Ritos de entrada

Son todos aquellos pasos que introducen a los fieles (asamblea) en la celebración. Estos ritos iniciales, que preceden a la Liturgia de la Palabra, incluyen el canto de entrada, el saludo inicial, el acto penitencial, el "Señor, ten piedad", el Gloria y la Oración colecta, y tienen como objetivo hacer que los fieles reunidos constituyan una comunión y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía. Tienen un carácter de exordio (preámbulo), preparación e introducción. En algunas celebraciones que se unen con la misa, los ritos iniciales se omiten o se realizan de un modo peculiar.

Canto de entrada

El canto de entrada comienza cuando el sacerdote (con el diácono y los ministros) hace su entrada en el templo o en el recinto en el que se vaya a celebrar la Eucaristía. Este canto tiene como objetivo abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido e introducirles en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta y acompañar la procesión del sacerdote y los ministros. El canto de entrada lo entona la schola y el pueblo, o un cantor y el pueblo, o todo el pueblo, o solamente la schola. Pueden emplearse para este canto o la antífona con su salmo, como se encuentran en el Gradual romano o en el Gradual simple, u otro canto acomodado a la acción sagrada o a la índole del día o del tiempo litúrgico, con un texto aprobado por la Conferencia de los Obispos. Si no hay canto de entrada, los fieles o algunos de ellos o un lector recitarán la antífona que aparece en el Misal. Si esto no es posible, la recitará al menos el mismo sacerdote, quien también puede adaptarla a modo de monición inicial.

Procesión de entrada

Con los fieles de pie, entra el sacerdote, generalmente acompañado de sus acólitos. Reverencian el sagrario con una genuflexión y luego el celebrante y el diácono besan el altar como signo de veneración. En el caso de que el sagrario no esté detrás del altar, los ministros, diáconos y sacerdotes realizan una inclinación profunda hacia el altar.

Saludo inicial

Terminado el canto de entrada, el sacerdote, de pie junto a la sede, hace la señal de la cruz junto con toda la asamblea y saluda al pueblo reunido. A continuación el sacerdote, por medio, del saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo queda de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada. Terminado el saludo al pueblo, el sacerdote o el diácono o un ministro laico puede introducir a los fieles en la Misa del día con brevísimas palabras (Monición de entrada).

Acto penitencial

Se pide perdón a Dios por los pecados cometidos diciendo el Kyrie ("Señor, ten piedad") (a veces precedido del Confiteor ("Yo pecador")). Después, el sacerdote invita al acto penitencial, que, tras una breve pausa de silencio, realiza toda la comunidad con la fórmula de la confesión general y se termina con la absolución del sacerdote, que no tiene la eficacia propia del sacramento de la Penitencia. Sólo elimina los pecados veniales, no los mortales. Los domingos, sobre todo en el tiempo pascual, en lugar del acto penitencial acostumbrado, puede hacerse la bendición y aspersión del agua en memoria del bautismo. También se realiza la aspersión en las misas de envío.

Señor, ten piedad

Después del acto penitencial, se dice el Señor, ten piedad, a no ser que éste haya formado ya parte del mismo acto penitencial. Siendo un canto con el que los fieles aclaman al Señor y piden su misericordia, regularmente habrán de hacerlo todos, es decir, tomarán parte en él el pueblo y la schola o un cantor. Cada una de estas aclamaciones se repite, normalmente, dos veces, pero también cabe un mayor número de veces, según el genio de cada lengua o las exigencias del arte musical o de las circunstancias. Cuando se canta el Señor, ten piedad como parte del acto penitencial, a cada una de las aclamaciones se le antepone un "tropo".

Gloria

Se canta o reza el himno del Gloria, cuyo texto es invariable. El Gloria es un antiquísimo y venerable himno con que la Iglesia congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero y le presenta sus súplicas. El texto de este himno nunca puede cambiarse por otro. Lo entona el sacerdote o, según los casos, el cantor o el coro, y lo cantan o todos juntos o el pueblo alternando con los cantores, o sólo la schola. Si no se canta, al menos lo han de recitar todos, o juntos o a dos coros que se responden alternativamente. Se canta o se recita los domingos, fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma y las misas de difuntos, en las solemnidades y en las fiestas y en algunas peculiares celebraciones más solemnes.

Oración colecta

Es aquella en la que el sacerdote recoge todas las intenciones de la comunidad. Suele resumir el carácter del día o la fiesta que se está celebrando. Comienza con la invitación del sacerdote a la oración. Todo el pueblo congregado, a una con el sacerdote, permanecen un momento en silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus súplicas. Entonces el sacerdote lee la oración que se suele denominar colecta, por medio de la cual se expresa la índole de la celebración. Siguiendo una antigua tradición de la Iglesia, la oración colecta suele dirigirse a Dios Padre, por medio de Cristo y en el Espíritu Santo y se termina con la conclusión trinitaria, que es la más larga, del siguiente modo: Si se dirige al Padre: Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos; si se dirige al Padre, pero al fin de esta oración se menciona al Hijo: Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos; si se dirige al Hijo: Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo y eres Dios por los siglos de los siglos. El pueblo, para unirse a esta súplica, la hace suya con la aclamación: Amén. En la Misa se dice siempre una única colecta.

Liturgia de la palabra

La liturgia de la palabra comprende las lecturas tomadas de la Sagrada escritura, que son desarrolladas con la homilía, la profesión de fe (el credo) y la Oración de los fieles. En las lecturas, que luego explica la homilía, Dios habla a su pueblo, descubriendo el misterio de la redención y salvación, y ofreciendo alimento espiritual. El mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con el silencio y los cantos, y muestra su adhesión a ella con la profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración universal hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo. La liturgia de la palabra se ha de celebrar de manera que favorezca la meditación y, en consecuencia, hay que evitar toda forma de precipitación que impida el recogimiento. Conviene que haya en ella unos breves momentos de silencio, acomodados a la asamblea, en los que, con la gracia del Espíritu Santo, se perciba en el corazón la palabra de Dios y se prepare la respuesta a través de la oración. Estos momentos de silencio pueden observarse, por ejemplo, antes de que se inicie la misma liturgia de la palabra, después de la primera y la segunda lectura, y una vez concluida la homilía.


Sacerdote leyendo el Evangelio.
Sacerdote leyendo el Evangelio.

En esta parte, se hace lectura de la Biblia. Las tres primeras partes suelen ser leídas por laicos. En las lecturas se dispone la mesa de la palabra de Dios a los fieles y se les abren los tesoros bíblicos. Se debe, por tanto, respetar la disposición de las lecturas bíblicas por medio de las cuales se ilustra la unidad de ambos Testamentos y la historia de la salvación. No es lícito sustituir las lecturas y el salmo responsorial, que contienen la palabra de Dios, por otros textos no bíblicos. En la Misa celebrada con la participación del pueblo, las lecturas se proclaman siempre desde el ambón. Según la tradición, el oficio de proclamar las lecturas no es presidencial, sino ministerial. Así pues, las lecturas las proclama el lector, pero el Evangelio lo debe proclamar el diácono, y, en ausencia de éste, lo ha de anunciar otro sacerdote. Si no se cuenta con un diácono o con otro sacerdote, el mismo sacerdote celebrante lee el Evangelio; y si no se dispone de otro lector idóneo, el sacerdote celebrante proclama también las otras lecturas. Después de cada lectura, el que lee pronuncia la aclamación. Con su respuesta, el pueblo congregado rinde homenaje a la palabra de Dios acogida con fe y gratitud. El lector debe hacer reverencia al altar, no al sagrario. Al salir, hace la reverencia al pasar delante del altar, y al volver la hace desde el ambón.

Primera Lectura

La primera lectura suele ser tomada del Antiguo Testamento. En Pascua de Resurrección suele ser tomada del Apocalipsis y los Hechos de los Apóstoles.

Salmo responsorial

Se canta o recita un fragmento de un salmo tomado del libro homónimo, en forma antifonal: los fieles repiten una antífona y un salmista, lector, u otra persona idónea lee o canta los versículos del salmo. Esta parte de la Eucaristía goza de una gran importancia litúrgica y pastoral, ya que favorece la meditación de la palabra de Dios. El salmo responsorial ha de responder a cada lectura y ha de tomarse, por lo general, del Leccionario. Se ha de procurar que se cante el salmo responsorial íntegramente, o, al menos, la respuesta que corresponde al pueblo. El salmista o cantor del salmo proclama sus estrofas desde el ambón o desde otro sitio oportuno, mientras toda la asamblea escucha sentada y participa además con su respuesta, a no ser que el salmo se pronuncie de modo directo, o sea, sin el versículo de respuesta. Con el fin de que el pueblo pueda decir más fácilmente la respuesta sálmica, pueden emplearse algunos textos de respuestas y de salmos que se han seleccionado según los diversos tiempos del año o según los distintos grupos de Santos, en lugar de los textos correspondientes a la lectura, cada vez que se canta el salmo. Si el salmo no puede cantarse, se recita según el modo que más favorezca la meditación de la palabra de Dios. En lugar del salmo asignado en el leccionario pueden cantarse también o el responsorio gradual del Gradual romano o el salmo responsorial o el aleluyático del Gradual simple, tal como figuran en estos mismos libros.

Segunda lectura

Es tomada del Nuevo Testamento, salvo del Evangelio. Generalmente es un pasaje de alguna epístola. Esta lectura se omite en los días de semana, a no ser que coincida con una solemnidad. También se omite en las misas dominicales dirigidas principalmente a los niños.

Aleluya

Es una aclamación que precede a la proclamación del Evangelio. Se canta después de la lectura que precede inmediatamente al Evangelio, y puede ser sustituido por otro canto establecido por la rúbrica, según las exigencias del tiempo litúrgico. Esta aclamación constituye de por sí un rito o un acto con el que la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor que les va a hablar en el Evangelio, y profesa su fe con el canto. Lo cantan todos de pie, y, si procede, se repite; el verso lo canta el coro o un cantor. El Aleluya se canta en todos los tiempos litúrgicos, excepto en el tiempo de Cuaresma, en el que, en lugar del Aleluya se canta el verso que presenta el Leccionario antes del Evangelio, llamado tracto. Si hay una sola lectura antes del Evangelio, se puede tomar o el salmo aleluyático o el salmo y el Aleluya con su versículo. En el tiempo litúrgico en que no se ha de decir Aleluya, se puede tomar o el salmo y el versículo que precede al Evangelio o el salmo solo. Si no se cantan, el Aleluya o el verso antes del Evangelio pueden omitirse. La "secuencia", que, fuera de los días de Pascua y Pentecostés, es facultativa, se canta antes del Aleluya.

Evangelio

El sacerdote inicia la lectura diciendo "Lectio sancti Evangelii secundum (...)" ("Lectura del Santo Evangelio según..."), a lo que el pueblo responde diciendo "Gloria tibi, Domine" ("Gloria a Ti, Señor") y haciendo la señal de la cruz en la frente, labios y pecho. Al final se aclama "Laus tibi, Christe" ("Gloria a Ti, Señor Jesús"). La proclamación del Evangelio constituye la culminación de la Liturgia de la Palabra. La misma Liturgia enseña que se le debe tributar suma veneración, ya que la distingue por encima de las otras lecturas con especiales muestras de honor, sea por razón del ministro encargado de anunciarlo y por la bendición u oración con que se dispone a hacerlo, sea por parte de los fieles, que con sus aclamaciones reconocen y profesan la presencia de Cristo que les habla, y escuchan la lectura puestos en pie; sea, finalmente, por las mismas muestras de veneración que se tributan al Evangeliario. Hasta hace 10 años, al terminar el Evangelio se decía Palabra de Dios y se respondía “Te alabamos Señor”. Se cambió para resaltar su importancia. Al empezar se dice “Gloria a Ti, Señor”, y al terminar “Gloria a Ti, Señor Jesús”.

Homilía

El sacerdote hace una prédica, generalmente en torno a las lecturas, al Evangelio, a la festividad del día o algún acontecimiento relevante. Sólo es obligatoria los Domingos y fiestas de guardar. La homilía es parte de la Liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto particular de las lecturas de la sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario o del Propio de la Misa del día, teniendo siempre presente el misterio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes. La homilía la pronuncia ordinariamente el sacerdote celebrante o un sacerdote concelebrante a quien éste se la encargue o, a veces, según la oportunidad, también el diácono, pero nunca un fiel laico. En casos peculiares y con una causa justa pueden pronunciarla también un Obispo o un presbítero que asisten a la celebración pero no concelebran. Los domingos y fiestas de precepto ha de haber homilía, y no se puede omitir sin causa grave en ninguna de las Misas que se celebran con asistencia del pueblo; los demás días se recomienda, sobre todo, en los días feriales de Adviento, Cuaresma y Tiempo Pascual, y también en otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude numeroso a la iglesia. Tras la homilía es oportuno guardar un breve espacio de silencio.

Credo

Si es domingo o solemnidad, los fieles junto con el sacerdote rezan el Credo de Nicea-Constantinopla, o en su defecto, el Credo de los Apóstoles. En cualquier Misa donde se diga el Credo, a la mención de la Encarnación de Jesucristo, debe hacerse una profunda reverencia. En la Navidad y el día de la Anunciación, todos se arrodillan en esta parte. En algunas ocasiones el Credo se suprime por las Solemnes Letanías de los Santos. El Símbolo o profesión de fe tiende a que todo el pueblo congregado responda a la palabra de Dios, que ha sido anunciada en las lecturas de la sagrada Escritura y expuesta por medio de la homilía, y, para que pronunciando la regla de la fe con la fórmula aprobada para el uso litúrgico, rememore los grandes misterios de la fe y los confiese antes de comenzar su celebración en la Eucaristía. El Símbolo lo ha de cantar o recitar el sacerdote con el pueblo los domingos y solemnidades; puede también decirse en peculiares celebraciones más solemnes. Se puede rezar el Símbolo de los Apóstoles o el Credo Niceo-Constantinopolitano. Si se canta, lo inicia el sacerdote o, según la oportunidad, un cantor, o el coro, pero lo cantan todos juntos. Si no se canta, lo recitan todos juntos, o a dos coros alternando entre sí.

Oración de los fieles

Se realizan peticiones de parte de la asamblea, por sus necesidades, a Dios. En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, responde de alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe y ejerciendo su sacerdocio bautismal, ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga normalmente en las Misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren alguna necesidad y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo. Las series de intenciones, normalmente, serán las siguientes: por las necesidades de la Iglesia, por los que gobiernan las naciones y por la salvación del mundo, por los que padecen por cualquier dificultad y por la comunidad local. Sin embargo, en alguna celebración particular, como en la Confirmación, el Matrimonio o las Exequias, el orden de las intenciones puede amoldarse mejor a la ocasión. Corresponde al sacerdote celebrante dirigir esta oración desde la sede. Él mismo la introduce con una breve monición en la que invita a los fieles a orar, y la concluye con una oración. Las intenciones que se proponen han de ser sobrias, formuladas con sabia libertad, en pocas palabras, y han de reflejar la oración de toda la comunidad. Las pronuncia el diácono o un cantor o un lector o un fiel laico desde el ambón o desde otro lugar conveniente. El pueblo, permaneciendo de pie, expresa su súplica bien con la invocación común después de la proclamación de cada intención, o bien rezando en silencio.


Dominus vobiscum (lat. "El Señor esté con vosotros") es la forma latina antigua del saludo del sacerdote a la comunidad al inicio de cada una de las partes de la misa. La comunidad responde, en cada ocasión: "Et cum spiritu tuo" ("Y con tu espíritu.").

Esta fórmula proviene de la Biblia (Ruth 2,4 y Tim. 4,22).

Liturgia de la Eucaristía

«Per ipsum» durante una misa en 2003 con Joseph Ratzinger
«Per ipsum» durante una misa en 2003 con Joseph Ratzinger

Ésta es la parte nuclear y central de la Misa pues, según la fe católica, Jesucristo mismo se hace presente en las especies eucarísticas en Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad (ver transubstanciación). En la última Cena, Cristo instituyó el sacrificio y convite pascual, por medio del cual el sacrificio de la cruz se hace continuamente presente en la Iglesia cuando el sacerdote, que representa a Cristo Señor, realiza lo que el mismo Señor hizo y encargó a sus discípulos que hicieran en memoria de Él. Cristo, en efecto, tomó en sus manos el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad, comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en conmemoración mía. De ahí que la Iglesia haya ordenado toda la celebración de la liturgia eucarística según estas mismas partes que corresponden a las palabras y gestos de Cristo. En la preparación de las ofrendas se llevan al altar el pan y el vino con el agua; es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Plegaria eucarística se dan gracias a Dios por toda la obra de la salvación y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Por la fracción del pan y por la Comunión, los fieles, aun siendo muchos, reciben de un solo pan el Cuerpo y de un solo cáliz la Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos del mismo Cristo.

Ofertorio

Las especies eucarísticas (pan y vino) son ofrecidas a Dios por el sacerdote, quién además se purifica mediante el lavado de manos. En este momento se canta la antífona de ofertorio del día, o en su defecto, un canto apropiado o mero silencio. Al comienzo de la liturgia eucarística se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y Sangre de Cristo. En primer lugar, se prepara el altar o mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia eucarística, y colocando sobre él el corporal, el purificador, el misal y el cáliz, que también se puede preparar en la credencia. Se traen a continuación las ofrendas: es de alabar que el pan y el vino lo presenten los mismos fieles. El sacerdote o el diácono los recibirá en un lugar oportuno para llevarlo al altar. Aunque los fieles no traigan pan y vino de su propiedad, con este destino litúrgico, como se hacía antiguamente, el rito de presentarlos conserva su sentido y significado espiritual. También se puede aportar dinero u otras donaciones para los pobres o para la iglesia, que los fieles mismos pueden presentar o que pueden ser recolectados en la iglesia, y que se colocarán en el sitio oportuno, fuera de la mesa eucarística (colecta). Acompaña a esta procesión en que se llevan las ofrendas el canto del ofertorio, que se alarga por lo menos hasta que los dones han sido depositados sobre el altar. Las normas sobre el modo de ejecutar este canto son las mismas dadas para el canto de entrada. Al rito para el ofertorio siempre se le puede unir el canto, incluso sin la procesión con los dones. El sacerdote pone el pan y el vino sobre el altar mientras dice las fórmulas establecidas. El sacerdote puede incensar las ofrendas colocadas sobre el altar y después la cruz y el mismo altar, para significar que la oblación de la Iglesia y su oración suben ante el trono de Dios como el incienso. Después son incensados, sea por el diácono o por otro ministro, el sacerdote, en razón de su sagrado ministerio, y el pueblo, en razón de su dignidad bautismal.

Oración sobre las ofrendas

Terminada la colocación de las ofrendas y los ritos que la acompañan, se concluye la preparación de los dones con la invitación a orar juntamente con el sacerdote, y con la oración sobre las ofrendas, y así todo queda preparado para la Plegaria eucarística. En la Misa se dice una sola oración sobre los dones, que termina con la conclusión breve, es decir: Por Jesucristo, nuestro Señor. Pero si en su final se menciona al Hijo, entonces se termina: Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Uniéndose a la oración, el pueblo hace suya la plegaria mediante la aclamación: Amén.

Plegaria eucarística

Ahora empieza el centro y la cumbre de toda la celebración. La Plegaria eucarística es una plegaria de acción de gracias y de consagración. El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia Dios, en oración y acción de gracias, y lo asocia a su oración que él dirige en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo en el Espíritu Santo, a Dios Padre. El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de las grandezas de Dios y en la ofrenda del sacrificio. La Plegaria eucarística exige que todos la escuchen con silencio y reverencia. Los principales elementos de que consta la Plegaria eucarística pueden distinguirse de esta manera:

  • Prefacio. Es un himno, que empieza con un diálogo entre el sacerdote y los fieles. Resume la alabanza y la acción de gracias propia de la fiesta que se celebra. En esta acción de gracias, el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos particulares, según las variantes del día, festividad o tiempo litúrgico.
  • Sanctus ("Santo"). Los fieles junto con el sacerdote cantan, o rezan, el Sanctus: Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus sabaoth. Pleni sunt caeli et terrae gloria tua. Hossana in excelsis. Benedictus qui venit in nomine Domini. Hossana in excelsis ("Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el Cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el Cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el Cielo").
  • Epíclesis. En la Epíclesis, la Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada; que se va a recibir en la Comunión sea para salvación de quienes la reciban. En otros ritos esta invocación se hace después.
  • Consagración. El sacerdote relata la institución de la eucaristía en el Jueves Santo, usando las mismas palabras de Jesús sobre las especies: sobre el pan, "Hoc est enim corpus meum (...)" ("Esto es mi Cuerpo...") y sobre el vino, "Hic est enim calix sanguinem meam (...)" ("Este es el cáliz de mi Sangre..."). Cuando el sacerdote dice estas palabras sobre el pan de harina de trigo sin levadura y el vino de uva, con la intención de consagrar, la substancia del pan y del vino desaparecen (no obstante los accidentes permanecen) siendo reemplazados por el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. En esta parte de la Misa, todos permanecen de rodillas. En el relato de la institución y consagración, con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando bajo las especies de pan y vino ofreció su Cuerpo y su Sangre y se lo dio a los Apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio.
  • Anámnesis e Intercesiones. El sacerdote prosigue la oración eucarística recordando los misterios principales de la vida de Jesucristo, conmemorando a algunos santos (en primer lugar a la Virgen María), y haciendo peticiones por el Papa, el obispo del lugar, los fieles difuntos y los circunstantes. En la Anámnesis, la Iglesia, al cumplir este encargo que, a través de los Apóstoles, recibió de Cristo Señor, realiza el memorial del mismo Cristo, recordando principalmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y ascensión al cielo. En la Oblación, la Iglesia, especialmente la reunida aquí y ahora, ofrece en este memorial al Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada. La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos y que de día en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo en todos. Las Intercesiones dan a entender que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus fieles, vivos y difuntos, miembros que han sido llamados a participar de la salvación y redención adquiridas por el Cuerpo y Sangre de Cristo.
  • Doxología final La Doxología final expresa la glorificación de Dios, y se concluye y confirma con la aclamación del pueblo: Amén. La aclamación se puede repetir hasta tres veces. El sacerdote eleva las especies eucarísticas y dice en voz alta (o canta): "Per ipsum et cum ipso et in ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum" ("Por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos"), a lo cual los fieles responden Amen.

Rito de la Comunión

Ya que la celebración eucarística es un convite pascual, conviene que, según el encargo del Señor, su Cuerpo y su Sangre sean recibidos por los fieles, debidamente dispuestos, como alimento espiritual. A esto - tienden la fracción y los demás ritos preparatorios, que conducen a los fieles a la Comunión.

  • Oración dominical. Después de la admonición "Praeceptis Salutaribus moniti..." ("Fieles a la recomendación del Salvador...") u otra similar, todos rezan el Padrenuestro. Le sigue el embolismo "Libera nos, Domine, ab omnibus malis..." ("Líbranos de todos los males, Señor...") y la aclamación "Quia tuum est regnum et potestas..." ("Tuyo es el reino, tuyo el poder..."). En la Oración dominical se pide el pan de cada día, con lo que se evoca, para los cristianos, principalmente el pan eucarístico, y se implora la purificación de los pecados, de modo que, verdaderamente, "las cosas santas se den a los santos". El sacerdote invita a orar, y todos los fieles dicen, a una con el sacerdote, la oración. El sacerdote solo añade el embolismo, y el pueblo lo termina con la doxología. El embolismo, que desarrolla la última petición de la misma Oración dominical, pide para toda la comunidad de los fieles la liberación del poder del mal. La invitación, la oración misma, el embolismo y la doxología con que el pueblo cierra esta parte, se pronuncian o con canto o en voz alta.
  • Ad pacem (Rito de la paz). El sacerdote solo reza la oración Ad pacem ("Domine Iesu Christe, qui dixisti...") ("Señor Jesucristo, que dijiste...") tras la cual, invita a los fieles a darse un saludo de paz. Con este rito, la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana, y los fieles expresan la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de comulgar en el Sacramento. Por lo que se refiere al mismo rito de darse la paz, establezcan las Conferencias de los Obispos el modo más conveniente, según el carácter y las costumbres de cada pueblo. No obstante, conviene que cada uno exprese sobriamente la paz sólo a quienes tiene más cerca.
  • Fracción del pan

El sacerdote parte el pan eucarístico con la ayuda, si procede, del diácono o de un concelebrante. El gesto de la fracción del pan, realizado por Cristo en la última Cena, y que en los tiempos apostólicos fue el que sirvió para denominar la íntegra acción eucarística, significa que los fieles, siendo muchos, en la Comunión de un solo pan de vida, que es Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo, se hacen un solo cuerpo (1 Co 10,17). La fracción se inicia tras el intercambio del signo de la paz y se realiza con la debida reverencia, sin alargarla de modo innecesario ni que parezca de una importancia inmoderada. Este rito está reservado al sacerdote y al diácono. El sacerdote realiza la fracción del pan y deposita una partícula de la hostia en el cáliz, para significar la unidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la obra salvadora, es decir, del Cuerpo de Cristo Jesús viviente y glorioso.

Todos recitan o cantan la oración "Agnus Dei, qui tollis..." ("Cordero de Dios, que quitas..."). El sacerdote luego eleva la Hostia y dice "Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi. Beatae qui ad caenam Agni vocati sunt" ("Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor"). Los fieles, de pie o de rodillas, responden: "Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum, sed tantum dic verbo et sanabitur anima mea" ("Señor, no soy digno(a) de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme"). Esta invocación acompaña a la fracción del pan y, por eso, puede repetirse cuantas veces sea necesario hasta que concluya el rito. La última vez se concluye con las palabras: danos la paz.

  • Comunión

Los fieles que se encuentran preparados -esto es, sin haber cometido un pecado mortal desde su última confesión y habiendo ayunado durante una hora- pueden acercarse a recibir la Comunión. Durante este tiempo el cantor o la schola pueden cantar la antífona de Comunión, aunque puede cantarse también otro canto o cantos apropiados. El sacerdote se prepara con una oración en secreto para recibir con fruto el Cuerpo y Sangre de Cristo. Los fieles hacen lo mismo, orando en silencio. Luego el sacerdote muestra a los fieles el pan eucarístico sobre la patena o sobre el cáliz y los invita al banquete de Cristo; y, juntamente con los fieles, hace, usando las palabras evangélicas prescritas, un acto de humildad. Es muy de desear que los fieles, como el mismo sacerdote tiene que hacer, participen del Cuerpo del Señor con pan consagrado en esa misma Misa y, en los casos previstos , participen del cáliz, de modo que aparezca mejor, por los signos, que la Comunión es una participación en el sacrificio que se está celebrando. Mientras el sacerdote comulga el Sacramento, comienza el canto de Comunión, canto que debe expresar, por la unión de voces, la unión espiritual de quienes comulgan, demostrar la alegría del corazón y manifestar claramente la índole "comunitaria" de la procesión para recibir la Eucaristía. El canto se prolonga mientras se administra el Sacramento a los fieles. Se debe procurar que también los cantores puedan comulgar cómodamente. Para canto de Comunión se puede emplear o la antífona del Gradual romano, con salmo o sin él, o la antífona con el salmo del Gradual simple, o algún otro canto adecuado, aprobado por la Conferencia de los Obispos. Lo cantan el coro solo o también el coro o un cantor, con el pueblo. Si no hay canto, la antífona propuesta por el Misal puede ser rezada por los fieles, o por algunos de ellos, o por un lector, o, en último término, la recitará el mismo sacerdote, después de haber comulgado y antes de distribuir la Comunión a los fieles. Cuando se ha terminado de distribuir la Comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un espacio de tiempo en secreto. Si se prefiere, toda la asamblea puede también cantar un salmo, o algún otro canto de alabanza o un himno. Para completar la plegaria del pueblo de Dios y concluir todo el rito de la Comunión, el sacerdote pronuncia la oración para después de la Comunión, en la que se ruega por los frutos del misterio celebrado. En la Misa sólo se dice una oración después de la Comunión, que se termina con la conclusión breve, es decir : Si se dirige al Padre: Por Jesucristo, nuestro Señor. Si se dirige al Padre, pero al final menciona al Hijo: Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Si se dirige al Hijo: Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. El pueblo hace suya esta oración con la aclamación: Amén.

  • Purificación de los vasos sagrados

Tras dar la Comunión a los fieles que se acercaron, el sacerdote termina de consumir la Sangre y luego purifica todos los cálices y utensilios utilizados durante la Misa. Las sagradas Formas, u Hostias, que pueden haber quedado se reservan en el sagrario.

  • Oración después de la Sagrada Comunión

Los fieles se ponen de pie y el sacerdote reza una breve oración.

Ritos de despedida

  • Bendición. Antes de la bendición, se pueden introducir breves avisos para los fieles. Con la bendición final, el sacerdote bendice a los fieles "in nomine Patris et Filii + et Spiritus Sancti" ("en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"). En una bendición solemne, la fórmula es más larga, ya que se enriquece y amplía con la oración sobre el pueblo o con otra fórmula más solemnre. Si la Misa la dice un Obispo, éste traza la señal de la Cruz tres veces sobre los fieles. El diácono, o un sacerdote si no lo hubiera, despide al pueblo diciendo "Ite, Missa est" ("Pueden ir en paz") o "Benedicamus Domino" ("Bendigamos al Señor"), dependiendo de la Misa, a lo cual el pueblo responde "Deo gratias" ("Demos gracias a Dios"). La despedida del pueblo por parte del diácono o del sacerdote tiene como objetivo que cada uno regrese a sus honestos quehaceres alabando y bendiciendo a Dios. El beso del altar por parte del sacerdote y del diácono y después una inclinación profunda del sacerdote, del diácono y de los demás ministros, concluyen la eucaristía. Es sumamente común continuar con un canto final, generalmente dedicado a la Virgen María; en algunos lugares además se agrega la tradicional oración a San Miguel Arcángel.


Hay que asistir a misa porque es el Sacrificio en el cual se ofrece y se inmola incruentamente Jesucristo, Dios y hombre verdadero, bajo las especies del pan y del vino, por ministerio de Sacerdote-Celebrante, para reconocer el supremo dominio de Dios y aplicarnos a nosotros las satisfacciones y méritos de Su Pasión y Muerte.



RECUERDEN QUE PODEMOS ASISTIR TODOS LOS DOMINGOS A LAS 12:00 PM EN LA PARROQUIA INMACULADO CORAZON DE MARIA O A LAS 5:00 PM EN EL TEMPLO DEL DIVINO NIÑO O EN LA PARROQUIA MAS CERCANA A TU CASA.

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